El 11 de mayo entró en vigor en Cuba una ley que impone un precio referencial a las viviendas en operaciones de compraventa. El simple anuncio, un mes antes, de la nueva medida desató un frenesí en las notarías para concluir los trámites antes de la entrada en vigor de las nuevas reglas. Algunos anuncios clasificados usaron incluso la fecha como límite para cerrar un trato.
Desde que en noviembre de 2011 el Gobierno de Raúl Castro permitió que los ciudadanos tuvieran derecho a comprar y vender sus casas, se implantó la obligación de que tanto los compradores como los vendedores debían abonar al Estado un impuesto del 4% sobre el monto de la operación comercial.
En la mayor parte de los casos ese gravamen no se calculaba sobre la cantidad de dinero que en realidad se entregaba como pago, sino atendiendo al precio que el Estado había asignado a la vivienda y que aparece consignado en el documento de propiedad.
La Ley de la Vivienda de julio de 1985 convirtió en propietarios a todos los inquilinos que venían pagando un alquiler. El valor de estas casas se calculó multiplicando el pago de un mes por los 240 meses que hay en 20 años.
Aquellos que adquirieron una vivienda a partir del 1 de julio de ese año, sin tener un abono como antecedente, liquidaron al banco, en un plazo de 20 años, el precio de su nueva casa, que fue calculado teniendo en cuenta los metros cuadrados de superficie habitable.
En los casos de los que habían pagado un alquiler antes del 1 de julio de 1985 resulta muy difícil encontrar una vivienda cuyo precio reflejado en la propiedad supere los 10.000 CUP pues, como regla, la cuota mensual a pagar por un alquiler no superaba el 10% del salario del usufructuario y para esa fecha casi nadie ganaba más de 400 CUP mensuales. Los valores calculados según los metros cuadrados de la propiedad excepcionalmente llegaban a los 20.000 CUP.
Aquella ley que se ufanó de convertir a los usufructuarios en propietarios no permitía la compraventa del inmueble, de manera que los precios inscritos en la propiedad eran una evidencia del “carácter justiciero de la revolución” que daba a los más humildes trabajadores la oportunidad de poseer legalmente una vivienda. Para decirlo en el lenguaje de la época, aquello era un “asunto político”.
El derecho de comprar y vender casas fue otorgado cuando ya estaban imperantes las consecuencias de la dualidad monetaria, cuya característica más notoria es que los trabajadores ganan en moneda nacional pero deben adquirir en pesos convertibles todo aquello que tiene un valor real. Las viviendas no escaparon a esa regla.
A nadie se le ocurre vender en 10.000 CUP una casa por la que puede pedir 30.000 CUC y, mucho menos, referirse al precio real cuando puede acogerse al precio legal a la hora de liquidar los impuestos. Aquella evidencia de justicia, reflejada con un número simbólico en los títulos de propiedad, no podía ser revertida brutalmente por la Revolución. Pero cuando los ciudadanos se ponen astutos, el Estado no puede hacerse el tonto.
Fue así que surgieron los nuevos precios referenciales.
La nueva metodología no tiene en consideración cuántos años de salario debe invertir un trabajador para pagar los nuevos precios y tampoco se indican los metros cuadrados de superficie habitable.
Ahora se calcula el valor de las viviendas por el número de habitaciones y si poseen aparcamiento, patios o jardines. Las características constructivas de las viviendas se identifican atendiendo a si tienen paredes de mampostería, cubierta pesada o ligera o si han sido construidas con otros materiales.
Lo más significativo es el asunto de dónde se encuentra situado el inmueble. Hay cinco grupos y a cada uno le corresponde un “coeficiente de ubicación”, donde la palabra coeficiente tiene el significado que le dan las matemáticas de ser un factor multiplicativo. Por eso, una vez establecido el valor de la vivienda, el número resultante se multiplica por 7, 6, 5, 4, o 1.5 en dependencia del lugar donde está situada.
Obviamente al Estado le tiene sin cuidado lo que cada cual gasta para comprar una casa, pero sí le importa cuánto puede recaudar a través de ese 4% de impuesto sobre el valor referencial.
El paternalismo ha terminado. Aquella época cuando en una asamblea se le asignaba una casa a un trabajador en virtud de sus méritos sociales y laborales es cosa del pasado. Ya el Estado no da, sino quita. En consecuencia, el ciudadano ya no siente que debe entregarse, sino que más bien tiene que defenderse. Esa parece ser la señal de los nuevos tiempos.
(Con información de 14yMedio)
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